La “piratería” de contenidos es uno de los temas que más controversias genera en la red entre industria y usuarios. Hasta la propia definición está en entredicho: descargas ilegales, acceso libre, intercambio, actividades extramercado, etc. No hay duda de que la palabra piratería fue introducida por las industrias creativas (cine, música y libros) para referirse a los usuarios que accedían a contenidos protegidos por el copyright descargándolos de Internet, pero también para hacer alusión a los servidores que se encargaban de recoger en su seno todo el contenido y que buscaban un lucro a través de terceros como, por ejemplo la publicidad o las suscripciones.
Desde la llegada de Internet ha habido un enfoque perjudicial para ambas partes implicadas al convertir una tecnología (la descarga de archivos de Internet) en problema moral: está mal descargar gratuitamente contenidos protegidos por copyright. Este enfoque ha sido, y es todavía, alentado por otros actores como los medios de comunicación, que en muchos casos han actuado como parte interesada; o los políticos, que no han sabido legislar, al final, a gusto de nadie.
Este enfoque nos ha llevado a la división de la sociedad entre buenos y malos sin saber muy bien dónde se encuentra cada una de las partes. Mientras la industria instaba a los Gobiernos a hacer campañas que apelaran a la moral (“si eres legal eres legal”), los internautas demonizaban a las gestoras de derechos y a los políticos que legislaban en cualquier sentido que no fuera el de permitir la libre descarga sin restricciones. Ángeles González-Sinde pervivirá en el imaginario popular como una suerte de Cruella de Vil de lo digital.
Lo cierto es que la piratería afecta más a las formas de comercialización de contenidos que a la moral. Es decir, es un problema comercial y no ideológico. Internet ha supuesto un revulsivo serio para las industrias creativas, como se vio en la música, en la televisión y, más despacio, en los libros, obligando a una reconversión en el sector de contenidos. No solo ha evolucionado la tecnología, sino que esta ha sido capaz de cambiar los hábitos de los consumidores. Dado que es un problema comercial, las soluciones deberían plantearse con este enfoque por parte de la industria.
La piratería no puede ser un problema moral porque no hay consenso social para que así sea. Además, es inútil legislar mediante leyes que difícilmente pueden ser aplicables. Se descarga y se comparte música, libros y películas simplemente porque es posible hacerlo. Es muy difícil penalizar este acto por mucho que algunos países como Francia, y ahora España, hayan vivido la ilusión de que es realizable. Cada vez que se intenta bloquear un sistema, se crean otros que los reemplazan (P2P, streaming, descarga directa, torrent, gnutella, etc.).
Otra cosa es que la industria ofrezca una resistencia al cambio, comprensible dentro del marco de la necesidad de reajustes en las cadenas de valor y la desaparición, en algunas ocasiones, de algunos intermediarios. Centrar la discusión de la industria en la piratería distrae de los verdaderos problemas a los que se enfrenta: la reconversión obligada por los nuevos modelos de consumo de contenidos.
Metáforas, cultura y subvenciones
El empleo de metáforas para explicar la superioridad de una u otra postura no ha ayudado a explicar el mundo digital. Una de las metáforas más empleadas es la de referirse a los intentos por legislar contra las descargas gratuitas de material protegido como “poner puertas al campo”; mientras que la otra parte replica que el campo puede ser vallado y, en caso de que un desconocido entre, se puede llamar a la Guardia Civil.
Lo único que demuestran estos argumentos es la falta de comprensión de las singularidades de Internet y de la futura (presente) sociedad digital. También podría ser que algunos de los que los utilizan tengan una comprensión bien clara del tema y un interés oculto en desinformar a la sociedad.
La mezcla entre cultura, ocio y negocio tampoco facilita las cosas para llegar un acuerdo. Algunos usuarios argumentan que la cultura debe ser libre y por ello justifican las descargas gratuitas de contenidos protegidos. La cultura puede ser libre, lo que no significa que haya de ser gratis (en inglés se confunde el término al utilizar una misma palabra: free). La libertad en la cultura tiene más que ver con la censura que con el derecho de descargar cualquier contenido sin tener que pagar precio alguno. Siempre ha habido alguien que ha pagado por la cultura: hace unos siglos los mecenas y ahora el usuario o las instituciones públicas o privadas.
Más peligroso aún es el argumento de la “muerte de la cultura” a manos de la piratería, como si el negocio fuera el garante final de la creación cultural. En cualquier caso estará acabando con las empresas culturales y no con el hecho cultural, que es inherente al ser humano. La creatividad cultural está por encima del negocio. Otra cosa es que la “cultura de pago”, un invento relativamente reciente, del siglo pasado, sea deseable, ya que facilitó el gran boom de las artes que se vivió durante décadas en el cine, la música y los libros, y que fue posible gracias al auge de la clase media que pagaba por ella.
Lo que sí parece estar “muriendo” es un tipo de cultura, habida cuenta de que, hoy por hoy, gran parte de la población no parece dispuesta a pagar por ella como lo hacía antes. Urge por tanto que la industria, si quiere seguir siéndolo, encuentre las soluciones que garanticen a los consumidores el acceso a bienes culturales de pago que generen experiencias mejores que las gratuitas.
Uno de los argumentos más comúnmente esgrimidos por algunos usuarios es que, dado que muchos bienes culturales están subvencionados, deberían ser de acceso gratuito. Lo cierto es que las subvenciones son ayudas con las que las Administraciones buscan promover la creación cultural, lo cual forma parte de sus competencias y obligaciones. Lo que se debería poner en cuestión, por lo tanto, no son las subvenciones en sí, su espíritu fundamental, sino el decepcionante resultado de ciertos productos culturales que se han beneficiado de ellas, y el mal uso de las mismas que han podido hacer algunos beneficiarios públicos y privados.
Piratería, gobierno y gestoras de derechos
La verdad es que el papel del Gobierno no es nada sencillo. Por un lado debe garantizar las libertades digitales de los usuarios, y por el otro proteger una industria que genera el 3,21% del PIB y emplea a más de 500.000 personas.
La presunta apropiación indebida de fondos por parte de algunos directivos de la SGAE tampoco ha ayudado precisamente a ver con buenos ojos la gestión de estas entidades. Si los hechos no hubieran demostrado la mala fe con la que actuaron algunas personas dentro de esta organización de gestión de derechos, el canon no parecería una mala opción para garantizar una compensación justa a los autores. La realidad, sin embargo, fue bien distinta: la industria abusó en su aplicación; mientras dejaba fuera del reparto a miles de autores continuaba persiguiendo a los usuarios que realizaban descargas de contenidos.
Todo ello ha provocado la ruptura de un modelo, malo pero que funcionaba, para pasar a una compensación que no resuelve la distribución justa a los autores, con cargo a presupuestos generales del Estado en un momento delicado para la economía española; y la entrada en vigor de una ley que es difícilmente aplicable, por mucho que veamos a algunas webs cerrar temporalmente. La responsabilidad del Gobierno aquí es evidente, por haber sido incapaz de controlar a las entidades de gestión.
Piratería y creadores
El eslabón más débil de toda la cadena es el creador. La industria justifica en su nombre las presiones al Gobierno para erradicar la piratería; sin embargo, en muchas ocasiones, es la parte de la cadena de valor que menos dinero se lleva. Los creadores tienen derecho a “intentar” vivir de sus obras, pero en ningún lugar está escrito que el solo hecho de crear algo otorgue el derecho a que esa creación se convierta en sustento, medio de vida.
Dejar en manos de los usuarios (es decir, los consumidores de contenidos creativos) la responsabilidad de la recompensa a los creadores no parece la mejor solución. La construcción de modelos de negocio rentables y justos para los creadores es responsabilidad de las industrias culturales y, desde luego, ese modelo no pasa tanto por la persecución inútil de los usuarios, ni siquiera por cerrar los sitios de enlaces (aunque es necesario cerrarlos para construir modelos sanos) como por idear una oferta alternativa que justifique el precio a los consumidores.
Piratería y libros
Y finalmente llegamos a la piratería de los libros, donde la implementación de sistemas como el DRM (gestión de derechos digitales) o sistemas anticopia está lastrando el desarrollo de la edición digital. La industria editorial, al igual que lo hizo la música -y fracasó-, está promoviendo el uso de estos sistemas de protección para evitar que los usuarios compartan los libros. Es decir, si accedo a la oferta de libros de las editoriales compro un archivo defectuoso que no podré compartir con nadie, pero si accedo a la oferta extramercado, me “llevo” un archivo que puedo compartir y que no tiene ninguna de las limitaciones de uso que la industria impone a quien ha pagado por el libro. Por no mencionar las dificultades añadidas al proceso de compra en algunas plataformas de venta de libros electrónicos.
Como se puede ver, se vuelve a situar en el centro de la discusión la piratería y no cómo llegar a los consumidores, que han cambiado sus hábitos y su forma de acceder a los contenidos con una oferta consistente y amplia. Desde luego, las cifras no ayudan más que a aumentar la confusión. Cuando se habla de piratería de libros se cifran las pérdidas en miles de millones de euros; pero, curiosamente, cuando se habla del potencial del mercado digital los datos no suelen pasar de unos pocos millones.
Como sociedad estamos cambiando y madurando respecto al uso y consumo de contenidos digitales. Las industrias culturales aún miran con cierto recelo el fenómeno de Internet y no terminan de confiar en los usuarios. Sin embargo, no hay duda de que, tarde o temprano, habrá una normalización de los modelos de negocio en Internet, y de que dejaremos de hablar de “piratería” y recordaremos este momento como un tiempo de transición. Eso no significará que se haya erradicado, pero los usuarios que accedan a la oferta de pago podrán hacerlo sin cortapisas y a precios adecuados.
No se ve de qué modo sería mejor una sociedad solo por el hecho de que todos los contenidos fueran gratuitos, de modo que esa cuestión no es lo que se discute aquí. Vivimos un momento de transformación que genera desajustes, pero cada vez estamos más cerca de centrar las discusiones en lo verdaderamente importante: la crisis de contenidos. ¿Interesan realmente a los consumidores los contenidos que crean las industrias y están dispuestos a pagar por ellos?
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